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Devaluar no es solución. Artículo de Ignacio De León

on 10:09
Ignacio De León
En Twitter @ignacio_deleon
lapatilla.com/



Según una nota publicada por el diario Nuevo Herald de Miami el día de ayer 21 de febrero, Alejandro Grisanti, Miguel Octavio y Richard Obuchi, tres respetados economistas venezolanos opinan que es imperativa una devaluación del bolívar. Implícitamente uno de ellos sugiere que para corregir los desequilibrios monetarios se necesita una devaluación del 50% del bolívar. Asumo que la interpretación sobre la “obligatoriedad” de una devaluación es del periodista autor de la nota y no de los economistas reseñados, quienes por su propia formación deberían saber que una devaluación es una de las muchas opciones de política monetaria a disposición de un gobierno para equilibrar cuentas fiscales. No hay “imperativos” en la ciencia económica, porque la economía es una metodología de análisis, no una ciencia moral.

De hecho, la devaluación monetaria es una opción peligrosa, si uno atiende a la experiencia que da la historia, no la economía, sobre regimenes que fracasaron en su intento por cuadrar cuentas fiscales metiendo la mano en el bolsillo de la gente, en lugar de hacerlo con su propio bolsillo, o para ser más claros, recortando el gasto publico que tantos votos produce, pero también dolores de cabeza. Antecedentes sobran en la historia. Para continuar financiando populares juegos en el Circo Romano, el emperador romano Diocleciano, en año 301 DC encontró muy útil devaluar y reemplazar el aureus por el solidus, de menor contenido de oro pero nombre más impactante (A su bolívar devaluado Hugo Chavez también lo llamó “fuerte”). Diez años más tarde, tras haber desintegrado al Imperio Romano en cuatro pedazos enfrentados en guerra, el emperador resolvió su dolor de cabeza suicidándose. Poco más de un milenio después, el esplendor del Imperio Español se derrumbó ante la primera inflación monetaria creada por las toneladas de oro y plata americanas que estimularon guerras religiosas contra paganos y luteranos, pero no la productividad de los españoles, quienes siguieron anclados al pastoreo, la Mesta, los controles de precios y el cachondeo.

En América Latina, hasta bien entrado los años 90 del siglo 20, los países del Cono Sur abrazaron políticas devaluacionistas. Esa fue la solución de los regímenes militares: costear el derroche del sector publico agigantado haciendo pagar la factura a la clase media y baja, confiscando el valor del billete que recibían con cada pago de quincena. La instauración de la democracia también hizo ver a los políticos, luego de experimentos devaluacionistas fracasados (Plan Real, Plan Cruzado, Plan Austral, Plan Primavera, etc.), que la única solución para lograr la estabilidad de las frágiles democracias era estimulando la capacidad productiva de la gente en vez de apelar a la fácil pero efímera solución devaluacionista para corregir los desequilibrios fiscales.

En Venezuela, para terminar, llevamos desde el 18 de febrero de 1983 devaluando el bolívar como receta para promover equilibrios fiscales que matan la productividad y la inversión. Tenemos mujeres lindas y una capacidad tenaz para perseverar en el error económico.

Muchos economistas, sin ver más allá del ejercicio cortoplacista equilibrador de las cuentas fiscales, estiman que la única forma de competir internacionalmente para la industria nacional es con monedas artificialmente devaluadas; de esta manera, las exportaciones se abaratan y las importaciones se encarecen. Una filosofia proteccionista, no productiva. Quienes apoyan esta idea, tienen en mente la política comercial utilizada por países del Sudeste asiático como Corea del Sur, Singapur, Taiwán durante los años 60 y 70, también adoptadas por China desde 1989. Sin embargo, esa es una lectura errada del surgimiento economico de esa region. No fueron piruetas de política cambiaria las que colocaron textiles o zapatos chinos en Nueva York, automóviles en Detroit o vinos chilenos en California, sino una fuerza de trabajo más barata, disciplinada, productiva y eficiente. Por mucho tiempo, antes de ser arrasada por Giordani y sus ideas, nuestra capacidad exportadora estuvo basada en energía barata y una infraestructura productiva decente (comparada con la del resto de Latinoamérica, al menos), que producíamos en buena cantidad. Esto se acabó, pero en lugar de reponerla reinventándonos como sociedad productiva, los economistas proponen devaluar.

Hay una razón obvia que hace popular las devaluaciones entre los políticos y sus asesores. No necesitan confrontar directamente a sus víctimas: la decretan y ya. Luego, cuando los precios se disparen, siempre podrán culpar a los comerciantes por “especuladores”. Me temo que una reducción del salario mínimo mensual de los actuales $360 a $172 para que las cuentas de los macroeconomistas cuadren va a necesitar un buen ejercicio de imaginación de marketing político. El recuerdo del 27 de febrero de 1989 y la devaluación que lo produjo continuará fresco en la memoria colectiva cuando menos dos generaciones más.

Pero aun asumiendo que no haya una erosión de la ya descosida estructura social venezolana ¿por qué en lugar de devaluación en 50% no se habla de recortar el gasto público en 50%? ¿Por qué es un tabú sugerir eliminar las Misiones gestoras de individuos flojo-dependientes? ¿Por qué no se propone privatizar empresas estatales quebradas, incluida a una PDVSA a punto de embargo, servicios colapsados, concesionar a privados los peajes para recuperar la infraestructura vial, hacer de la educación un negocio rentable para estimular la inversión en ella, o de reducir la administración publica en un millón y medio de empleados que cobra sin producir un tornillo? Simple: porque el político que se atreva necesita una buena dosis de cojones para decírselo de frente a quienes serán afectados. En una devaluación, en cambio, ni siquiera hay que pedir aprobación del Congreso.

Mi opinión es que si de sincerar las cuentas se trata, comencemos por sincerar el análisis. La industria venezolana, en el mejor de sus momentos de exportación, allá a mediados de los 90, llegó a exportar unos 5.500 millones de dólares. Eso vino precedido de una reforma portuaria, de una privatización de servicios como las telecomunicaciones, de una negociación para abrir los mercados internacionales, de una sensibilización a los empresarios para exportar hábilmente. Cierto, hubo devaluación, pero la causa de mayor exportación fue, en primer lugar, que había cosas que exportar. ¿No deberíamos comenzar por ahí?

El gran economista inglés Alfredo Marshall advirtió sobre el peligro de aplicar teoremas matemáticos a la realidad que toca interpretar (e intervenir).

“[un] buen teorema matemático que se ocupe de hipótesis económicas es muy improbable que sea buena teoría; y cada vez más me he ajustado a las reglas siguientes: 1)Usar las matemáticas como lenguaje taquigráfico más bien que como instrumento de investigación; 2) mantenerlas hasta haber logrado resultados; 3) traducir éstos al inglés; 4) aclararlos con ejemplos importantes de la vida real; 5) quemar las matemáticas; 6) si no es posible conseguir el número 4 quemar el 3. Esto último lo he hecho con frecuencia”.

Uno podría fácilmente extender esta argumentación a la idea de que solo con devaluación se alcanzan los equilibrios macroeconómicos propios de una economía sana.

Después de todo, difícilmente la dinámica de una sociedad puede ser reconducida a una hoja de Excel.

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